viernes, 17 de abril de 2015

LA LUZ DEL MUNDO (XIX); La muerte que da vida

Decía anteriormente que Dios nos crea para él y quiere que vivamos para él, siguiendo su voluntad; que le dediquemos toda nuestra vida y no solo una parte o parcela de ella. Son muchos los pasajes de la Biblia en que se nos invita a salir de nuestra tibieza. Citaba, en la entrega anterior, el pasaje evangélico en el que Jesús nos advierte que “no se puede servir a dos señores…que no se puede servir a Dios y al dinero a la vez"; que hay que decidirse. También citaba el rechazo que suscitan en Dios los tibios, provocándole vómito, según aparece en el Apocalipsis. En esta línea otros muchos pasajes: “El que no está conmigo, está contra mí, el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc. 11,23 ). En la fe, como en el embarazo, no hay medias tintas. A nuestro padre en la fe, Abraham, Dios le quiso probar pidiéndole la vida de su único hijo, su bien más preciado, Isaac. Abraham se sometió a la voluntad de Dios por encima de cualquier otro interés y Dios le bendijo y le permitió conservar la vida de su hijo.

Pero, ¿quién no es tibio en alguna medida? Al contemplar nuestra realidad, al examinar nuestra fe, podríamos caer en el desánimo; pero Dios mira nuestro corazón, nuestras ganas de salir de nuestras dudas y bipolaridad, de vencer las continuas llamadas del mundo, de avanzar hacia la luz y la verdad en medio de los claroscuros de nuestra fe. Me tranquiliza el hecho de que Pedro, que había visto a Jesús transfigurado en Dios, que le había visto resucitar a muertos, calmar tempestades, multiplicar panes y curar todo tipo de dolencias, ese Pedro llegó a negarle tres veces cuando Jesús quedó abatido en la profunda humillación de su pasión. Tampoco los demás discípulos fueron ejemplo en muchas ocasiones: Cuando Jesús les reprocha su falta de fe al despertarle, asustados, en medio de la tempestad; cuando huyen llenos de temor al ser Jesús aprehendido y así permanecieron huidos, tristes y escondidos hasta que el Espíritu Santo les devolvió la luz y la fortaleza. También hemos oído hablar de las dudas y noches oscuras de muchos santos y santas. De todo ello saco la conclusión de que nuestra tibieza no es en sí misma el problema, sino que el auténtico problema radica en no querer salir de ella; en no querer caminar, decididos, al encuentro con Jesús.

Salir de la tibieza tiene, antes lo he apuntado, dos frentes de lucha muy claros: Uno, tratar de robustecer nuestra fe; otro, romper con aquellas ataduras y malos hábitos que nos ligan a un mundo, a una forma de vivir, poco o nada propicios para nuestra fe. En realidad ambos frentes son dos caras de una misma moneda.

En cuanto a lo primero, debe pesar en nosotros unas consideraciones en torno a una serie de cuestiones básicas: ¿Por qué estamos aquí, de dónde venimos y a donde vamos; quienes somos?. Extrayendo de lo tratado en entregas anteriores una respuesta sencilla y, a la vez, esencial, se puede decir que somos, nada más y nada menos, hijos adoptivos del Dios omnipotente, creador de todo, en quién reside la vida; somos los hijos del amo de todo, que nos ha creado para que disfrutemos de una vida inmortal junto a Él, pese a nuestras traiciones y rebeldías. Y que para demostrarnos ese plan, tan extraordinario e inconcebible para nosotros, se ha revelado con su palabra, hechos y prodigios a lo largo de la historia y, llegada la hora, ha llevado a plenitud su plan de salvación entregándose a sí mismo a la tortura y muerte a manos de su propia criatura: La angustia de su soledad en el huerto; las bofetadas, golpes, insultos, escupitajos y burlas durante su pasión; sus azotes, corona de espinas y clavos; los insultos sufridos en presencia de su madre, estando ya clavado y su muerte, todo esto, no tiene otro objeto que demostrarnos un amor infinito que nos redime de todas nuestras culpas, por graves que sean, a condición de que creamos en Él de corazón, de una forma auténtica que se manifieste en obras.

Nuestros errores no van a impedir que la verdad definitiva, el plan de nuestro Padre, esté siempre abierto para nosotros porque Él quiere “que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad” (1ª Tm. 2,4 ) y así lo confiesa Jesús ante Pilatos, “Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn. 18,37 ). Y así, cuando Jesús se veía abandonado por muchos como respuesta a su dura doctrina y pregunta a los doce si también ellos le iban a abandonar, Pedro responde, “¿Señor, a quién iríamos?. Tu tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y sabemos que tu eres el Santo de Dios”. (Jn. 6,68 ). Y es que no se encuentra respuesta ni esperanza comparables a las que el mensaje de Jesús ofrece. Por eso los soldados mandados a prenderle no se atreven y vuelven con las manos vacías diciendo “jamás nadie ha hablado como él”(Jn.7,41 yss.). Tampoco pueden encontrarse prodigios como los que se le atribuyen; ni testimonios acreditados con la entrega de la propia vida de los testigos. Es difícil aceptar que todo un Dios se hiciera hombre si no partimos de una voluntad y un amor que ya venían siendo anunciados desde el principio de la historia por el Todopoderoso. La manifestación plena del plan, del amor de Dios, que se lleva a cabo con la venida de Jesucristo, es algo gratuito; simplemente se nos ha dado sin condiciones, sin merecimiento alguno por nuestra parte; al contrario, se nos ha salvado de nuestro propio demérito y error. A nosotros, acostumbrados a pagar por todo lo que tenemos, aquello de lo que disfrutamos como merecido, nos cuesta aceptar tanta bondad y amor gratuitos.

Esa verdad acerca de nosotros mismos y nuestro destino solo va a prender en nuestros corazones y se va a traducir en obras, si cada uno de nosotros puede descubrir y reconocer, en su propia historia personal, el amor que Dios, su padre y hermano, le tiene. Pero, para ello, deberá hacer un análisis de su vida en clave evangélica; si lo hace con un enfoque mundano poca o ninguna luz va a conseguir. La vida no es un cuento de hadas y puede acabarse en cualquier momento.

Hablando ahora del segundo frente al que me refería, en la búsqueda de Dios debemos prescindir de todo aquello que nos aparta de su camino. Me viene a la cabeza la parábola del sembrador donde veo reflejada mi tibieza en la simiente que cae entre zarzas: Lo sembrado entre zarzas, nos dice Jesús, es como el que oye la Palabra y pretende seguirla, pero “los afanes del mundo y la seducción de las riquezas, ahogan la Palabra y queda sin dar fruto”(Mt. 13,22). Por eso Sta. Teresa de Ávila da unas pautas claras para la persona orante que quiera encontrar a Jesús en la oración: Desprendimiento de todo, desprendimiento de todos y desprendimiento de uno mismo, en el seno todo esto de una actitud de radical humildad. Yo, que soy muy dado a resumir (aunque no lo parezca), saco una pauta de conducta clara de todo esto: Vivir en todo momento y en cualquier situación procurando hacer la voluntad de Jesús y no la mía.

Pienso que esto es lo que, a fín de cuentas, nos quiere decir Jesús cuando dice que “Si alguno quiere venir en pos de mí niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame.”(Lc. 9,23). Lo dice por activa y por pasiva: primero que renunciemos a nuestra voluntad y, segundo, que aceptemos plenamente la suya aunque sea dolorosa. La cruz, fue la prueba que llevó a Abraham y a los Santos Padres a convertirse en amigos de Dios, según leemos en el libro de Judit en el pasaje que cité en la entrega anterior. Vivir para Dios y no para uno mismo, no es vivir en una negación sino más bien una afirmación radical de nuestra auténtica naturaleza y destino. Vivir según la voluntad de Dios revelada en Jesús, no es vivir “en la higuera” sino pisar en tierra firme; es ser realista y no vivir engañado por un escenario inconsistente y caduco. Solo hay una causa y origen de todo, un ser en el que reside la vida, el poder y la sabiduría; todo emana de él y de una u otra forma se ajusta a su voluntad, “todo fue creado por Él y para Él” (Col.1,16), por eso también se lee “En Él vivimos y nos movemos y existimos” (Hch.17,27). Solo en ese Creador de todo, radica la sabiduría y la voluntad que establece la justicia y el orden que nos puede dar la paz.

Vivir cada momento intentando ajustar nuestra conducta a la voluntad de Dios es vivir en paz y libertad: Nuestra meta es el ahora y aquí; el futuro, con sus éxitos y sus fracasos, es de Dios y será lo que él disponga. No tenemos otra atadura que Dios; y esa es la realidad que no podemos esquivar y que es la fuente de nuestra fuerza, libertad y nuestra paz. San Pablo nos dice,” ninguno de nosotros para sí mismo vive y ninguno para sí mismo muere; pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos”(Rm. 14,7 y ss.). Nada nos debe preocupar ni angustiar sobre nuestro futuro porque lo esencial es vivir el presente en la voluntad de Dios; nada debemos temer pues esa voluntad a la que nos sometemos es la voluntad de nuestro Padre; un Padre que ya hemos visto hasta qué extremo nos quiere. Que nada ni nadie nos quite la Paz porque “si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a dar con El todas las cosas? (Rm. 8,31 y ss). Jesús nos anima, “ En el mundo tendréis tribulaciones, pero confiad, yo he vencido al mundo.”(Jn.16,33). Sometiéndonos a su voluntad, podemos decir con el salmista, “el Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar” (Sal. 26). También podemos decir con Isaías (26,12),” Señor tu nos darás la paz porque todas nuestras empresas nos la realizas tú.” Porque, en definitiva, “sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman” (Rm.8,28). Jesús da la libertad a aquellos que “por temor a la muerte, viven toda la vida como esclavos”( Hebreos,2,15), pues El nos ofrece la vida eterna: “Dios nos ha dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, tampoco tiene la vida”(1ªJn. 5, 11 y 12).

El amor es la esencia de Dios y ese amor engloba su sabiduría, voluntad y poder. De ese amor procedemos y hacía él vamos. Es también nuestra esencia, ya que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, y debe ser la referencia de toda nuestra conducta. Ese amor tiene dos direcciones inseparables, consustancialmente unidas: amor a Dios y amor al prójimo; no tiene sentido el uno sin el otro. San Juan en sus escritos nos lo dice con bastante claridad : “ En esto consiste el amor: No en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que el nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1ª Jn. 4, 10). “Nosotros amamos porque Él nos amó primero”(1ªJn.4,19).”Dios es amor y el que vive en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1ªJn.4,16); “el que no ama no conoce a Dios porque Dios es amor”(1ªJn. 4,8); si alguno dijere pero aborrece a su hermano, miente”(1ªJn.4, 20);”Si alguno me ama guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”(Jn.14, 23); “Un nuevo mandamiento os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn.13, 34); “ Si nos amamos unos a otros , Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud” (1ªJn.4,12).

Si viviésemos todos con una profunda presencia de Dios, conscientes de su amor y pendientes de hacer su voluntad, cuán distintas serían las realidades que nos rodean: Qué distintas serían las relaciones entre esposos, padres e hijos; qué diferentes serían las relaciones de los novios, entre jefes y empleados, el trato con los emigrantes…¡Qué distinta sería nuestra vida!