jueves, 8 de enero de 2015

LA LUZ DEL MUNDO (XVII); La ley que esclaviza y la ley que libera

Pensamos que la ley es la norma que debe establecer un orden justo, que nos proteja de los abusos, que garantice el disfrute de nuestros derechos mas básicos y elementales para desarrollarnos como personas y alcanzar la paz. En el plano temporal civil, bajo un planteamiento democrático que busca la libertad del hombre, la ley se considera que debe ser la expresión de la voluntad de las mayorías, respetando siempre los derechos inalienables de las minorías. En el terreno religioso, en el cristiano en concreto, la ley también trata de alcanzar la libertad, la justicia y la paz del ser humano; pero ahora esa ley es la norma que plasma la voluntad del Creador, quien, como nadie, conoce a su criatura y sabe por qué y para qué esa criatura, el hombre, ha aparecido sobre la faz de la tierra.

La voluntad de Dios contenida en la Sagrada Escritura es la Verdad que libera al hombre y nos da la paz; sobre esto, que es lo esencial de estas líneas, me extenderé al final. Ahora, como preludio y contrapunto, hablaré de esas otras leyes que emanan de los mensajeros de Dios pero que no son de Dios sino cosecha propia; de esas leyes que dictan algunos “enviados” que se exceden en su cometido y no contentos con transmitir el mensaje del Señor, en un exceso de celo, añaden lo que no debieran añadir y desdibujan, cuando no desvirtúan, el mensaje recibido. No se trata de condenar a nadie, sino de denunciar errores que se vienen cometiendo en el seno de la Iglesia con la mejor de las intenciones, y con el peor de los efectos, la huida de la gente; porque no han profundizado en el mensaje que tienen el encargo de divulgar: “Pues llega la hora en que todo el que os dé muerte pensará prestar un servicio a Dios. Y esto lo harán porque no conocieron ni al Padre ni a mí” (Jn 16, 2 y 3).

Y es que no podemos desprendernos de nuestra condición de pecadores, que nos lleva a creernos lo que no somos y a considerarnos visires plenipotenciarios de Dios, cuando solo somos sus instrumentos. Y así, la autoridad que se ejerce dentro de la Iglesia se contamina, en ocasiones, con el estilo y talante con que se ejerce la autoridad en el ámbito temporal; esas autoridades religiosas dejan de ser hermanos para convertirse en jefes, unos jefes que se adentran a veces, a Dios gracias no siempre, en terrenos de la conciencia y atentan contra la libertad de los hijos de Dios. “…uno solo es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos” (Mt.23,8).

Los regímenes totalitarios (Hitler, Stalin, Mao, Yemeres…Cuba, Corea ) legislan y determinan quien debe nacer y seguir viviendo; que es lo que se debe pensar y leer; que es lo que se puede hacer y a donde ir… De forma parecida, existen movimientos en la Iglesia en donde algunos de sus responsables más obtusos, no todos, dictan pautas sobre como tienes que vestir, si debes o no abandonar el domicilio de tus padres, qué novio/a tienes que tener, qué trabajo tienes que tener, si debes o no casarte, qué métodos anticonceptivos puedes utilizar…Y no es que el consejo en tales materias esté mal, todo lo contrario, es obligado. Lo malo es la forma en cómo “aconsejan”, estableciendo doctrinas cuanto menos discutibles y, por otro lado y lo que es peor, no dejando ningún margen a la decisión personal, en conciencia, como libres hijos de Dios que somos.

Estos responsables no se dan cuenta, o no quieren darse cuenta, que sus consejos tienen tintes de imposición por cuanto van dirigidos a unas personas con un mayor o menor grado de dependencia o sumisión respecto de ellos; porque han sido ellos, curas o catequistas, quienes, al darles a conocer a Jesús, les han devuelto la esperanza y las fuerzas para vivir, han dado sentido a su sufrimiento, han iluminado su historia personal y su destino; además, en muchos casos, les han introducido en un grupo que les arropa en medio de su soledad y también, es frecuente, les auxilia económicamente. Estas personas no están en la mejor situación para distinguir el grano de la paja ni de ejercer la crítica responsable, madura y en conciencia, a la que nos obliga nuestra libertad dentro del respeto y consideración debidos a nuestros “mayores” en la fe, al magisterio de la Iglesia, y a la autoridad eclesiástica, que la hay, aunque no se debe ejercer al modo de los mandatarios de las naciones como deja muy claro Jesús (Véase el capítulo anterior).

Hay casos en que las decisiones de estos responsables, en su papel de “jefes”, se presentan como indiscutibles, sin admitir crítica o diálogo alguno sobre las mismas. Si alguien tuviese las fuerzas y discernimiento suficientes para manifestar una opinión contraria, correría el riesgo de ser tachado de “tener un juicio “ contra la jerarquía o de “murmurar y crear mal ambiente” y , en determinadas circunstancias, esa opinión le acarrearía “consecuencias”. A mí me ha pasado . No se acuerdan de cuando S. Pablo recriminaba a S. Pedro una conducta reprensible sin que ello supusiera ser apartado del colegio apostólico, (Gálatas,2, 11 y 14). No se han enterado que Jesús vino a traer una nueva ley que expresa esa Verdad que nos hace libres (Jn 8,31), la ley del amor; un amor que presupone la libertad para elegirlo y otorga a la vez la liberación de la mentira de creernos el sinsentido de una vida que surge por azar y termina en una muerte inapelable. Esos leguleyos de Dios se adentran en los terrenos sagrados de la conciencia y la responsabilidad personal, creando esclavos de sus pautas y criterios, y desconociendo la dignidad de los hijos de Dios, sometidos a la ley del amor que anida en sus corazones, y que da plenitud a toda la ley y los profetas (Mt.5,17); porque “el amor es el cumplimiento de la ley” (Rm. 13, 10). Por eso nos dice Santiago en su epístola (2,12), “hablad y obrad como quienes van a ser juzgados por la ley de la libertad. Porque sin misericordia será juzgado el que no tiene misericordia. La misericordia aventaja al juicio”. Y en esta línea de íntima unión entre libertad y amor, S. Agustín afirmaba ,”ama y haz lo que quieras”; porque difícilmente harás daño a los seres queridos, padres, hijos, cónyuges…a Dios.

En los Hechos de los Apóstoles tenemos uno de tantos textos que ilustran lo que vengo diciendo: Se narra cómo los fariseos convertidos exigían, de los gentiles recién convertidos, mucho más de lo que Jesús pedía y así decían, “es preciso que se circunciden y mandarles guardar la ley de Moisés”. Sin embargo Pedro les contestó, “Dios, que conoce los corazones, ha testificado en su favor, dándoles el Espíritu Santo igual que a nosotros… purificando con la fe sus corazones. Así pues, ¿ por qué tentáis a Dios queriendo imponer… un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de soportar?. Pero, por la gracia de nuestro Señor Jesús conocemos ser salvos nosotros lo mismo que ellos.”(Hch. 15, 5. 8-10). Abundando en este tema Pablo nos dice, “Pero ni Tito…fue obligado a circuncidarse, a pesar de los falsos hermanos que secretamente se entremetían para coartar la libertad que tenemos en Cristo Jesús, y querían reducirnos a servidumbre.” Los fariseos e inquisidores no han desaparecido del todo en el seno de la Iglesia y, seguramente, eso ha provocado la huida de muchas ovejas del rebaño de Jesús.

Los mensajeros de Jesús, en muchas ocasiones, no han respetado el mensaje recibido y lo han trastocado con su conducta. Un ejemplo, dice Jesús: “las zorras tienen cuevas y las aves nidos pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza”(Mt.8, 20; Lc. 9,58). Pues bien, mi cardenal arzobispo, de cuya santidad y humildad interior no dudo, vive en un palacio pese a representar a Aquél que nació en un establo. Por eso nos previene Jesús, hablando de los escribas y fariseos, “haced lo que os digan pero no los imitéis en sus obras, porque ellos dicen y no hacen”,(Mt. 23, 3). Y es que, como dijo Séneca, la verdad hay que salvarla por encima de nuestras propias obras.
Nuestra fidelidad a Jesús y a su Iglesia, a la verdad, no depende de la mejor o peor condición o acierto de quién nos hace llegar esa verdad; ésta reposa en la Sagrada Escritura y en la Iglesia toda, inspirada y guiada por el Espíritu Santo. No debemos dejarnos “echar” de la Iglesia por la conducta torpe de unos cuantos. Sta. Teresa de Avila y S. Juan de la Cruz no lo consintieron pese a los inquisidores que les rodeaban.

Y con esto llegamos al punto culminante; se trata de descubrir esa ley del amor a la que nos queremos someter libremente para encontrar esa otra libertad que solo nos va a llegar de la mano de la Verdad de nuestra existencia y, con ello, la esperanza y la paz; esa ley que Jesús enseñó y practicó para que anidara en nuestro corazón y se proyectara sobre el mundo en infinidad de obras de entrega generosa; esa ley que ha llevado y lleva a tantos santos a renunciar a sus planes y consagrar su vida a hacer el bien, siguiendo el ejemplo de su Maestro. Es una ley que está por encima del cálculo, el detalle, la contabilidad; es una ley que supera la letra del mandato porque su fuerza no está en el cómo se cumple sino en el corazón de quién lo cumple, en su intención. Es una ley mucho más exigente que el mero cumplimiento farisaico y al mismo tiempo mucho más fácil de cumplir porque nace y tiene su fuerza en una íntima convicción, en un profundo convencimiento de que el sentido de nuestra vida y muerte está en Jesús, el amor.

Es una ley absoluta que envuelve todo nuestro ser y actuación porque “no se puede servir a dos señores….no se puede servir a Dios y al dinero”. La persona que llegue a alcanzar una fe auténtica y sincera será libre y tendrá vida en medio de un mundo que tantas situaciones de muerte nos ofrece: La soledad de los padres olvidados por unos hijos egoístas; la soledad de la viuda, los ancianos, el emigrante y el huérfano; la soledad de los esposos incomprendidos, cuando no maltratados, por sus cónyuges; las injusticias que soportan tantos jóvenes sin futuro y tantos padres en paro; el dolor de la enfermedad y la muerte … ; en suma, la injusticia de un mundo egoísta, rendido al Dios Dinero, que tanta angustia y dolor causa. Es un mundo de gentes engañadas, cuyo corazón está clamando por una Verdad y libertad que no tienen; un mundo que está pidiendo a gritos que vuelva a nacer de nuevo Jesús, el amor, para liberarles. Es un mundo que no conoce a Jesús porque la cara que de Él han presentado algunos de sus representantes no es la verdadera. Pero también es cierto que, en otros casos, lo que no se quiere es cambiar de vida y se prefiere seguir atados a una mentira que no complica la vida ; vislumbran la mentira de sus vidas pero no están dispuestos a superarla, pues “vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas.” (Jn.3,19)

El proceso para llegar al profundo conocimiento de la ley del amor, de la fe en nuestro corazón, comienza por experimentar la necesidad que tenemos de ese amor como respuesta a las ansias de libertad, justicia y paz que el mundo no nos da. Así el salmo 62 nos dice, “mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia, como tierra reseca, agostada, sin agua”. A partir de ahí se inicia el camino para encontrar la fuente del amor, de descubrir el amor que Dios nos tiene. La historia de salvación recogida en la Biblia, la historia de la humanidad y la nuestra personal, nos ofrecen material más que suficiente para llegar a conocer y valorar ese amor que Dios tiene a su criatura predilecta; una criatura a la que otorga la condición de hijo con un destino inimaginable junto a su Padre Creador; un Padre que no cesa de revelarse, corregir y guiar a sus hijos adoptivos desde el principio y, al final, en la plenitud de los tiempos, se hace visible en la persona de su Hijo Unigénito, Jesús, para culminar ese mensaje de su amor, que desde el principio no cesa de enviarnos, y así leemos en Juan 3, 16, “tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la Vida Eterna”, porque a “cuantos le recibieron les dio poder de venir a ser hijos de Dios” (Jn. 1, 12).

Jesús es el Maestro que nos enseña como nadie puede hacerlo ese amor que nos tiene el Padre y cómo debemos corresponder a ese amor que se nos da, proyectándolo sobre nuestro Creador, sobre nuestros hermanos y sobre nosotros mismos. Jesús vino, habló y realizó obras extraordinarias y asombrosas, con el único fín de convencernos de ese amor que el Padre nos tiene, de nuestro destino junto a Él por toda la eternidad. Difícilmente podemos concebir una cosa así, si el mismo Dios no hubiese bajado a la Tierra a decírnoslo y convencernos. Por eso Jesús no cesa de identificarse frente a nosotros: “Yo y el Padre somos una sola cosa”(Jn 10,30), “El que me ha visto a mí ha visto al Padre…Creedme que yo estoy en el Padre y el Padre en mí; a lo menos creedlo por las obras” (Jn.14,9 y 11). Luego nos habla de nuestra meta, “cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os llevaré conmigo para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn.14,3).

También quiere dejar clara la magnitud de su amor, “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”(Jn.15,13); que Él es “el buen pastor (que) da la vida por sus ovejas”. Ese amor a los hombres, que tantas veces nos comunica, también lo manifiesta frente al Padre desde su condición de hombre verdadero que es, y así le dice a ese nuestro Padre Creador, “para que todos sean uno, como tu Padre estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros…y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como me amaste a mí” (Jn.17, 21 y 23). Ese amor, que Jesús declara, lo confirma y ratifica “haciendo el bien” a lo largo de toda su vida y muriendo crucificado tras la tortura y ultrajes de su pasión; una pasión que presencia y sufre su madre como corredentora nuestra que es. Y todo esto lo hace para salvar a aquellos que, en uso de su libertad, le habíamos vuelto la espalda; para ahogar en su amor nuestro egoísmo y rescatarnos de la muerte a la que nos había llevado la mentira; para llevar su amor a nuestros corazones, instaurándolo como ley suprema que ha de guiar nuestros actos. La sangre de los mártires y la entrega a los demás de tantas personas santas nos confirman que las palabras de Jesús, sus prodigios y su cruz fueron y son la respuesta definitiva que el hombre busca. Cristo vive y está cerca de nosotros. En algún momento nuestro corazón lo atestiguará.

Ahí está la clave y el fundamento de todo: El amor que Dios nos tiene. Es algo que nos supera: difícilmente podemos comprender que ese Ser Supremo y omnipotente se haya sometido a las limitaciones de su criatura y a una muerte de cruz. Si ha hecho algo así, tan extraordinario, es para convencernos de lo extraordinario de nuestro destino y dignidad. Todo es un regalo gratuito de nuestro Creador; el cielo no lo ganamos nosotros con nuestros cumplimientos sino con la fe sincera y profunda en el amor que nos redime y libera. San Pablo nos lo dice: “No desecho la gracia de Dios, pues si por la ley se obtiene la justicia, en vano murió Cristo”( Ga.2,21); “Pues de gracia habéis sido salvados por fe, y esto no os viene de vosotros, es don de Dios; no os viene de las obras para que nadie se gloríe” (Ef.2,8);”…”y ser hallado en Él, no con la justicia mía, la que viene de la ley, ,sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios apoyada en la fe” (Fp.3,9).

Llegados al convencimiento de ese amor, podremos amar y obrar con la libertad de los hijos de Dios, porque “el Hijo del Hombre es Señor del Sabado”, es dueño de una ley que esclaviza, y por lo mismo puede anularla siempre que se trate de hacer el bien; Jesús prefiere la “misericordia al sacrificio”.(Mt.12, 1-8). Y cuando tengamos plenamente asumido ese amor que Dios nos tiene, tendremos la fuerza necesaria para poner en práctica la concreción de la ley del amor que Jesús repite en su evangelio: “ Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este es el mandamiento principal y primero. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt.22, 40) ; ambos mandatos están íntimamente unidos como nos dice Juan en su 1ª Epistola (4,20): “Si alguno dijere, amo a Dios pero aborrezco al prójimo, miente”.

Los discípulos de Jesús son, junto con Él, señores y dueños del Sábado; son libres por cuanto solo tienen la atadura de la Verdad, el amor, y no están sometidos a la letra de la ley cuando esta se contrapone a la ley del amor. Desde este prisma, nadie duda del buen proceder de quién incumple el precepto dominical si así lo exige la atención a un enfermo. Siguiendo en esta línea, habrá casos, aparentemente iguales, que tendrán una respuesta distinta según la recta conciencia de los protagonistas que deban juzgar la situación a la luz de la caridad. Igual respeto me merecería la decisión de una pareja de novios en paro que retrasa la boda porque ve en su situación la voluntad de Dios, como la de otra pareja que en las mismas circunstancias decidiese casarse. Dios y su conciencia juzgarán lo atinado o equivocado de su decisión. Del mismo modo, no seré yo quien condene a un matrimonio que usa anticonceptivos (no abortivos) que están proscritos por la Humanae Vitae: contemplo la posibilidad de que la paternidad responsable y el amor al cónyuge justifique en determinados casos su uso. Como contrapunto también contemplo la posibilidad de que una pareja que utiliza métodos anticonceptivos naturales contravenga la ley del amor, dejándose llevar por el egoísmo. La distinción entre métodos naturales y no naturales me resulta difícil de comprender desde el respeto a la conciencia y a la intención en el corazón de los protagonistas.

Tenemos la obligación de poner los medios a nuestro alcance para formarnos una conciencia recta. El error sigue siendo error aunque sea cometido con la mejor de las intenciones. Pero también tenemos el derecho a que se nos respete nuestra conciencia, último reducto de nuestra libertad y dignidad.
Yo no soy teólogo pero sé leer y me fio de Pablo cuando dice en Gálatas 5 : “Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres; manteneos firmes y no os dejéis sujetar al yugo de la servidumbre…(1)…Os desligáis de Cristo los que buscáis la justicia en la ley (4)…Pues en Cristo ni vale la circuncisión …sino la fe actuada por la caridad (6)… Vosotros hermanos habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado de no tomar la libertad como pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad” (13). Pablo es tajante sobre esta ley del amor, la caridad: “Si repartiera mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha” (1ª Cor.13, 3). Él nos habla del corazón, no de obras vacías.

Y es ahí en el corazón de cada cual, en su conciencia sincera guiada por la caridad, donde reside nuestra sagrada libertad. Pablo sigue adoctrinándonos: “…me importa poco ser juzgado por vosotros o por cualquier tribunal humano…Cierto que de nada me arguye la conciencia, más no por eso me creo justificado; quien me juzga es el Señor…(que) iluminará los escondrijos de las tinieblas y hará manifiestos los propósitos de los corazones”(1ª Cor.4, 5). A propósito de los alimentos impuros para los judíos, Pablo nos da una lección práctica de lo que venimos diciendo: “No nos juzguemos…los unos a los otros…nada hay de suyo impuro, más para el que juzga que algo es impuro, para éste lo es…La convicción que tu tienes guárdala para ti y para Dios…El que discierne, si come, se condena, porque ya no procedió según conciencia, y todo lo que no es según conciencia es pecado” (Rm.14,13y 14. 22 y 23).

El respeto de Pablo a la conciencia ajena, aunque sea errónea, no solo lo encontramos en Romanos, 14; también lo he encontrado en 1 Corintios ,8 ,10 y siguientes, donde termina diciendo: “…si mi comida (aunque para mí sea lícita) ha de escandalizar a mi hermano, no comeré carne jamás por no escandalizar a mi hermano”.

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