viernes, 23 de mayo de 2014

LA LUZ DEL MUNDO (XIII); Dolor, muerte, amor, libertad

Continúo con el asunto del escrito anterior intentando dar una respuesta, a la luz de la Palabra, a concretas situaciones de sufrimiento. Vemos a nuestro alrededor, o sufrimos en nuestras carnes, el dolor y la angustia. No hace falta recordar las atrocidades de Hitler y Stalin u otras matanzas y guerras. Nuestro entorno y nuestra vida nos ofrecen un amplio repertorio de penas: Madres apesadumbradas por el poco o ningún caso que les hacen unos hijos a quienes han consagrado sus vidas; ancianos y viudas que arrastran una vida de soledad y desamparo; niños abandonados por los padres y , en otros casos, víctimas de la perversión de los mayores; padres de familia y jóvenes que, tras largos años de experiencia o aprendizaje, llevan mucho tiempo esperando un trabajo que no llega o llega en condiciones de explotación; hombres y mujeres maltratados por sus parejas o cónyuges; matrimonios desechos, origen de un sinfín de desdichas; jóvenes atrapados en el cepo de la droga o el vicio...¡Cuánta tristeza e injusticia bajo el sol!. En todas estas situaciones existe una causa clara: El egoísmo, la falta de caridad, la ausencia de Dios. Excluir a Dios del hombre es el mayor atentado que éste pueda realizar contra sí mismo. Cuando el hombre prescinde de Dios puede llegar a convertirse en artífice de máquinas de sufrimiento y muerte en serie, tal como ocurrió con los campos de exterminio nazis y comunistas. Y a ello se llega casi con “naturalidad”; con la misma naturalidad con que hablan antiguos SS de sus ejecuciones y torturas en la Alemania del III Reich. Primo Levi, excautivo de Auschwitz, se pasó toda la vida buscando una explicación y un arrepentimiento al tormento vivido en aquel campo infernal, al millón doscientas mil muertes que se “fabricaron” en aquellas cámaras de gas. Quizás no supo encontrar algo tan sencillo como la causa antes mencionada; no encontró a Jesús, el amor y el perdón, y le faltaron fuerzas para seguir perteneciendo al género humano que tanto le defraudó.

Existen otras muchas calamidades en las que puede verse la mano directa de Dios. Solo Dios está detrás de las enfermedades y taras congénitas, en la mayoría de los casos; de las catástrofes naturales y accidentes…En cualquier caso, sea cual sea su origen, el sufrimiento es inherente a la vida misma, plagada de limitaciones y carencias. Cuando no nos falta el dinero, es la salud o el afecto o el trabajo lo que no tenemos. Aunque tengamos de todo, difícilmente nos escapamos a situaciones de injusticia e inseguridad. Sufrimos por carecer de aquello que necesitamos o por miedo a perderlo. En el mejor de los casos, una cosa es segura, la vida la vamos a perder y no sabemos cuando.

Ante cualquier tribulación, sea del tipo que sea, ante la muerte, solo nuestro Creador puede darnos una respuesta y explicarnos el sentido que tienen. Sus respuestas intenté recogerlas, extensamente, en el escrito anterior (XII) y creo que contemplan cualquier situación. A continuación las sintetizo y las matizo al hilo de otros casos.

La verdad básica, indiscutible y primaria es que estamos hechos para morir. Pero para el creyente la muerte es vida: Es el cambio de una realidad precaria y limitada por una existencia definitiva y plena junto al Padre y Creador; supone alcanzar la meta para la que ha sido creado.( “Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros…a donde yo voy ya sabéis el camino…Yo soy el camino y la verdad y la vida”, Jn. 14, 1 y ss. ). Este destino da sentido a nuestra vida en el mundo y a nuestro sufrimiento. Cuando Jesús nos dice que “el que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz” (Mt.16, 24), nos está invitando a despojarnos de falsas ilusiones y caminos equivocados, y acogernos a El, que es la única verdad que nos dará la fuerza y la vida, el amor. El camino de la vida terrena puede ser difícil pero, unidos a Jesús a través de nuestra cruz, recibiremos el Amor del Padre y Hermano que nos permitirá superarlo y alcanzar el premio final. Solo el amor a Dios, y al prójimo, puede vencer al dolor y a la muerte. Así lo entendió Abraham cuando se sometió a la voluntad del Creador y estuvo dispuesto a sacrificar a su único hijo, Isaac; así lo han entendido los santos y los mártires que han entregado su vida para ganar la definitiva, “Pues el que quiera salvar su vida la perderá; y el que pierda su vida por mí la hallará”(Jn. 16, 25).

Aceptar el sufrimiento por amor a Dios es un acto de entrega y adhesión al Creador, una especie de sacrificio de nosotros mismos. Desde antiguo el ser humano ha practicado sacrificios a los dioses, incluso sacrificios humanos, como una forma de expresar su sometimiento e implorar su gracia. Cuando Jesús nos pide que le sigamos, cargando con nuestra cruz, no hace sino pedirnos que nos ofrezcamos nosotros mismos, nuestra tribulación, como expresión de nuestra adhesión a Él, soporte y sentido de nuestra vida. Así nos dijo Dios por boca de Isaías (66,2 ), “En ese pondré mis ojos: En el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras”; y, a través de David (Salmo 50,19), “un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias.” Viktor Frankl relata en su libro “El hombre en busca de sentido” como una joven judía, compañera cautiva en Auschwitz, daba sentido a los padecimientos que sufría; veía en su dolor una forma de expiación por la vida frívola y egoísta que había llevado en el pasado, y esperaba su final en paz. Copio de su libro : “Esta joven conocía su muerte cercana, cuestión de días. Con todo se encontraba serena y algo animada. Conversé con ella: << Me alegro de que el destino se haya cebado en mí con tanta dureza. En mi vida anterior fui una niña consentida y no cumplía con mis deberes espirituales>>. Señaló la ventana del barracón y me dijo: << aquel árbol es el único amigo que me queda en esta soledad…a menudo le hablo a ese árbol>>… le pregunté si el árbol le contestaba: <<¡ Sí ¡ >> y <<¿Qué le dice?>>. Respondió: << Me dice, estoy aquí, estoy aquí, yo soy la vida, la vida eterna>>. “ La vida eterna no tenemos que comprarla, es un regalo de nuestro Creador para aquél que, libremente y de corazón, quiera unirse a El y lo pruebe con sus obras. En el fondo, aquella joven sentía que podía ofrecer a aquel Dios , que había tenido olvidado, su dolor como expresión del rechazo a su vida anterior y de su sometimiento a la voluntad divina. Ello daba sentido a su dolor y le daba paz.

El miedo a perder, o el ansia por tener, aquellas cosas en las que basamos nuestra felicidad, nos hace sufrir. El enfoque egoísta y materialista de nuestra vida es fuente de infelicidad constante. Solo cuando comprendemos que todo lo que tenemos (salud, dinero, afectos, vida…) nos viene como regalo del Padre, que en cualquier momento nos puede ser arrebatado, la cosa cambia. Si vivimos como si las cosas que disfrutamos fueran definitivamente nuestras, nos engañamos; pero si vemos la vida como lo que es, un regalo, un periodo pasajero y preparatorio presidido por el Dueño y Señor nuestro, podemos empezar a aceptar la tribulación y la muerte. Esta aceptación será mucho mayor si llegamos a la convicción de que ese Señor es nuestro Padre que nos quiere y nos quiere junto a El y que todo lo hace en función de ese propósito suyo, aunque nosotros no acabemos de entenderlo muchas veces. Para los que no creen, la contemplación de la muerte en su horizonte vital les debe llenar de desolación; ¿qué sentido tiene todo?; ¿para qué hemos nacido y luchado?; es una meta vacía, por mucho que hayamos acumulado y disfrutado. Y qué sentido tiene para ellos el dolor; qué sentido tiene la vida para un tetrapléjico.

El sentido que le demos a nuestra muerte va a iluminar nuestra vida. Me viene a la memoria el libro de Jorge Semprún “La escritura o la vida”. Me llama la atención como un hombre con una vida tan rica en experiencias, honores y amores, tuvo una existencia presidida por el recuerdo de su estancia en el campo nazi de Buchenwald, donde estuvo cautivo, siendo muy joven, y solo por espacio de poco más de un año. Lo curioso es que quiso olvidarse y no hablar de todo aquello que, sin embargo, lo llevaba a cuestas como algo que para él representaba la auténtica vida por él vivida, mientras que la realidad presente la percibía como algo no del todo real. Creo haberle comprendido: Para un comunista convencido que fue, la muerte no es sino el fin de la existencia, no hay más ; y la vida resulta más intensa, cobra más contenido, la paladeamos más, en la medida en que somos conscientes de que se nos puede escapar en cualquier momento.

Y eso fue lo que , sin duda, experimentó Jorge al vivir aquel tiempo atroz, rodeado de muerte y crueldad, en unas circunstancias en las que la esperanza de vida oscilaba entre tres y cuatro meses, salvo que se hiciese trampa al sistema, procurándose alimentos extra, abrigo adicional o “escaqueos” en el duro trabajo; siempre contando con la suerte de no recibir un culatazo o un tiro por cualquier cosa. Vivir al borde de la muerte dio a su vida un relieve que nunca más tendría. Para él y para cualquier materialista la vida es, con mayor o menor contenido, básicamente supervivencia y jamás volvería a palpar, día a día, incluso hora a hora, el sentimiento de seguir vivo. El sufrimiento para Semprún era un esbirro de la muerte que le perseguía y del que se zafaba como podía. La muerte para él era sencillamente el fin que había que intentar aplazar. Él era joven y podía luchar por su vida; pero a su antiguo profesor de París, ya consumido, a quién visitaba periódicamente en espera de su final, no pudo ofrecerle mas consuelo que el recitado de unos bellos poemas. Su generosidad le llevaba junto a su profesor pero no supo ver que en ese amor, que sin duda sentía y sintió a lo largo de su vida por otros, estaba la respuesta y la fuerza que trascendía de esta vida. Ni Primo Levi ni Semprún llegaron a entender la vida porque no comprendieron lo que había detrás de la muerte, no supieron ver a Dios.
La manera más realista de vivir la vida, el dolor y la muerte, es mirar más allá de esa realidad con que nos topamos cada mañana, al abrir los ojos; es vivir pensando en lo que somos y a dónde vamos; por quién y para qué hemos sido creados. Pronto sacamos la consecuencia de que la mejor forma de vivir y morir es seguir la voluntad de nuestro Creador. Y su voluntad es clara: Que sigamos a su Hijo, Jesús, y nos asemejemos a él, negándonos a nosotros mismos y cargando con nuestra cruz. Así encontraremos la Verdad y la libertad que tanto ansiamos y la fuerza que necesitamos, el amor, para seguir caminando en medio de las miserias propias y ajenas. En definitiva, todo se reduce vivir como hijos de Dios que somos.

Desde la perspectiva de las ideas expuestas, la vida cobra un sentido y un contenido que poco se parecen a los ofrecidos por la sociedad actual. Todo lo dicho tiene una inmediata y clara repercusión en los ámbitos, tanto personal como social, de nuestra vida. Pensemos en cómo cambiaría nuestra estima personal, nuestro matrimonio y relaciones familiares, nuestro noviazgo, nuestro trabajo, nuestras amistades, nuestra forma de vivir, si tuviéramos más presente el auténtico sentido de la vida, si conociéramos mejor esa verdad que nos hace libres.