viernes, 14 de marzo de 2014

LA LUZ DEL MUNDO (XI): Verdad, libertad y dolor (d)

Aunque no se puede meter el mar en una palangana, en el escrito anterior traté, osadamente, de resumir la Verdad que nuestro Creador nos ha revelado de forma plena a través de Jesús, su Hijo. Como conclusión, podríamos decir que la Verdad acerca de nuestra identidad y destino consiste, en esencia, en que somos hijos adoptivos de Dios, creados a su imagen y semejanza, destinados a gozar de su compañía por toda la eternidad. Como hijos del Dios- Amor, estamos hechos por y para el amor y, por ende, necesariamente libres; ahí está el meollo de nuestra dignidad. El Nuevo Testamento nos ofrece consecuencias y aspectos de esa Verdad cuyo desarrollo, inspirado por el Espíritu de Dios, es interminable. Jesús no nos enseña una filosofía, sino que nos ofrece una senda para que la recorramos con Él, ha dicho recientemente el Papa Francisco. Es cierto, Jesús nos ofrece el alimento para que recorramos el camino de nuestra existencia terrenal, acompañándonos en nuestro itinerario desde que nacemos hasta que llegamos a la verdad definitiva e ineludible : La muerte y el encuentro con nuestro Creador. En contraposición a la Verdad esencial, arriba enunciada, aparecen cuatro mentiras, también esenciales, en las que, en mayor o menor medida, participamos todos.

La primera, y fundamental, consiste en vivir de espaldas a nuestra esencia y destino, el amor, anclados en el egoísmo, soberbia, codicia y envidia y todas sus consecuencias. La segunda gran mentira radica en vivir al margen de nuestra condición caduca y precaria, de manera que cuando nos sobreviene la enfermedad y la muerte, nos hundimos; eso no entraba en nuestros planes. La realidad es que nuestra existencia está pendiente de un hilo y éste se puede cortar en cualquier momento en forma de accidente, embolia o cáncer. Sin embargo vivimos como si fuéramos a vivir eternamente, más preocupados en el acá que en el más allá. La tercera mentira, colgada de las dos anteriores, es la de los que buscamos en el dinero y las cosas una seguridad y una felicidad plenas que jamás alcanzaremos por esa vía. El sufrimiento y la muerte nos vienen por muchos caminos que el dinero no puede eliminar. Por el contrario, “la codicia es la raíz de todos los males, y muchos, arrastrados por ella, se han acarreado muchos sufrimientos” (1ª Tm. 6,10). La cuarta mentira que la humanidad ha sufrido, y aún sigue sufriendo, es la que desconoce la igual dignidad de todo ser humano; dignidad que, en su parte fundamental o esencial, nunca puede ser ignorada y, menos ,vejada. Nuestra dignidad de hijos de Dios, libres, no se pierde por el hecho de ser mujer, negro, marica, pobre, enfermo, viejo, discapacitado o equivocado.

Ni siquiera se pierde por el hecho de ser terrorista, asesino o violador. Se podrán limitar los derechos de los ciudadanos en función de ciertas circunstancias, pero siempre habrá que observar el mínimo respeto que el ser humano merece. El culmen de esta mentira que comento, se alcanza con la tortura; tuvo uno de sus monumentos más grandiosos en los campos de exterminio nazis y comunistas. El trato que los seres humanos, niños y ancianos incluidos, sufrieron en los “campos” nazis fue mucho peor que el que se da a animales infectos. Es curioso que en los interrogatorios de los responsables y ejecutores de aquellas atrocidades, no aparezcan sentimientos de culpa o arrepentimiento, o sean solo superficiales. La razón de todo ello estuvo en que el Dios Hitler había decretado que los enemigos de la patria, como los judíos, tenían que sufrir la venganza y la aniquilación como ratas; habían dejado de ser personas. Jesús y su mensaje fueron sustituidos por el de Hitler y el suyo. Sin llegar a estos extremos, son muchas las discriminaciones que, aún hoy, sufren las personas afectadas por una circunstancia que las distingue; tales discriminaciones suelen desconocer la igualdad de todo ser humano. La Palabra de Jesús y las encíclicas de su Iglesia reconocen y defienden a rajatabla la igual dignidad de las personas. Aún así, fruto de la imperfección humana, también dentro de la Iglesia se dan comportamientos no acordes con esa verdad : No es raro encontrarse con una autoridad eclesiástica, sea un simple catequista o una jerarquía superior, que trata al rebaño del Señor como si de auténticas ovejas se tratara, ejerciendo su autoridad de forma impropia, desconociendo la libertad y la dignidad de los hijos de Dios; también se observa la existencia de grupos, camarillas… cuyas prácticas excluyentes y juicios descalificatorios, suponen verdaderos atentados contra la caridad y la unidad de la Iglesia. Volveré sobre este punto más adelante, al tratar de la Iglesia de Jesús; es necesario.

Fácilmente se comprende que Jesús, “camino, verdad y vida”, nos propone como contenido de nuestra existencia, de nuestro itinerario hacia la meta definitiva, un proceso de maduración en nuestra dignidad, en el amor y libertad; se trata de alcanzar una mayor semejanza con el Ser Supremo del que venimos y al que vamos, progresando en el amor, de manera que nuestro encuentro con Él no sea “traumático”. De forma escueta, Jesús nos propone, “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. (Mc. 8, 34 ). En esta breve frase se encierra la guía de nuestro camino, el meollo de las respuestas que buscamos : Por un lado este texto nos está indicando que el recorrido en la vida, lo tenemos que hacer junto a Jesús, pues, en nuestro proceso de asemejarnos a Dios, estamos “llamados a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm. 8, 29 ), que es “la imagen visible del Dios invisible”. Esto implica, tal y como se nos dice, que debemos negarnos a nosotros mismos, lo que debemos entenderlo no en sentido negativo de anularnos y hacer dejación de nuestra libertad, sino en sentido positivo de vaciarnos de las mentiras ,arriba mencionadas, y llenarnos de la verdad que nos da la vida; se trata de vivir de acuerdo con nuestra naturaleza y destino, poniendo a Jesús, nuestro modelo, en el centro de nuestra vida para apoyarnos en El y orientarnos con El ; consiste en que vivamos conscientes de que esos valores en los que buscamos la felicidad, (el dinero, el placer, el prestigio, el afecto), no son valores absolutos y no tienen ningún poder frente al sufrimiento y la muerte; que nuestra felicidad tenemos que buscarla, en quién, de verdad, tiene el auténtico poder, Jesús, nuestro hermano y creador; Él tiene las respuestas, Él es la Verdad. Sigámosle a Él y vaciémonos de las mentiras que nos esclavizan : Seamos libres y no vivamos atormentados por lo mucho que queremos y lo poco que tenemos. Jesús machaconamente repite en Mt.6, 24-34 que no nos agobiemos, “Buscad sobre todo el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura”.

Seguir a Jesús en nuestra vida terrena es imitarle y obedecerle, una vez que nos hayamos librado del lastre de las mentiras que nos propone nuestro ego. Para ello, antes que nada, debemos conocerle y descubrir, en su palabra y en nuestra vida, el amor de Dios hacia el género humano y hacia cada uno de nosotros en particular; un amor que yo describía al final del escrito anterior (X) y que culmina con la venida de su Hijo, que dedicó su vida a convencernos ,con palabras y prodigios, del regalo de nuestro destino, del amor de Dios; un amor que culmina con la entrega, libremente aceptada, de su vida por todos nosotros, pese a que le hayamos traicionado o abandonado.

Cuando lleguemos al pleno convencimiento de que ni el dinero, ni la salud ni la vida terrena, son valores absolutos, y, por tanto, su pérdida tiene una importancia relativa; cuando adquiramos la plena convicción de que nuestro camino de asemejarnos a Jesús pasa por la cruz y la muerte que Él aceptó por amor, entonces, estaremos en condiciones de empezar a comprender el misterio del dolor y de la muerte. Detrás de nuestra Cruz está Jesús esperándonos; nuestra Cruz aceptada es un acto profundo de fe, una entrega confiada a la voluntad de Dios, negándonos a nosotros mismos y a todas las mentiras que nos ofrece el mundo y una adhesión clara a la Verdad de nuestra condición de hijos de Dios y a nuestro destino junto al Padre celestial. Entonces se produce la paradoja de que, en medio del sufrimiento, se experimenta el Amor de Dios y, junto a éste, la libertad y la paz.