viernes, 29 de agosto de 2014

LA LUZ DEL MUNDO (XV); Posturas contrarias a la Verdad y la libertad

Nuestro Creador tiene las respuestas que cualquier hombre, aunque no sea especialmente docto como yo, busca y puede encontrar. Aquí intento recorrer el camino que lleva a nuestra Verdad y destino; y desde la poca o mucha luz que el Espíritu de Dios me dé, quiero contemplar, con objetividad, situaciones más o menos oscuras o confusas.

Parto de la base de que nuestra esencia está en el amor, nuestro origen y destino; después de examinar esa verdad, base de nuestra dignidad y libertad, he reflexionado sobre el sufrimiento como parte de esa verdad que nos libera, como parte del amor de Dios; he intentado ver el dolor como instrumento del que Dios se ha servido para nuestro bien y el de nuestros semejantes. Me adentro ahora en el campo de cómo esa Verdad nos llega desdibujada, cuando no distorsionada, por obra y gracia de algunos mensajeros que, al intentar meter baza, meten la pata. No lo podemos remediar; no podemos contentarnos con ser meros instrumentos de Dios y nos ponemos a interpretar papeles que no nos corresponden. Así, surgen profetas que ponen el acento en cosas accesorias, ocultando ,siquiera en parte,  la verdad  por la cual el mundo existe y se mueve,  el Amor de Dios. Otras veces adoptan posturas poco acordes con la caridad y con la dignidad de los hijos de Dios y caen en la descalificación o condena de opciones perfectamente válidas según una recta y lícita conciencia que actúa en el marco de la verdad evangélica y de la Iglesia, depositaria de esa verdad.

Creo que no tengo mejor forma de exponer lo antes apuntado, que la de hacer un sucinto repaso a mi experiencia personal . A lo largo de mi vida he recibido grandes ayudas para ir avanzando en mi fe, pero también me he topado con actitudes y doctrinas que en mi opinión,, y no soy nadie, no son acordes con la doctrina de Jesús. A todo ello me referiré, a lo bueno y a lo malo; también lo negativo da mayor nitidez al mensaje verdadero:

Entre los 10 y los 15 años estuve en un internado de Jesuitas. El asiduo contacto con el Evangelio, las prácticas piadosas y las pláticas que nos daban hicieron que calara en mí una fe básica que tenía como ingredientes, la convicción de que existía un Creador Todopoderoso, que existía un camino recto hacia el bien y uno torcido hacia el mal, que ese Creador era el refugio que me amparaba en mi soledad y mis necesidades ; también recuerdo la experiencia de que me castigaba cuando pecaba. Aquella fe era algo elemental, propia de del Antiguo Testamento, de la Antigua Alianza. Si me portaba bien, si no pecaba, el Señor socorrería mis necesidades; mi vida de fe se basaba en el cumplimiento de la ley. Con ello mi fe tenía un cierto cariz egoísta; me servía de Dios. Y no es que la fe no comprenda esa faceta de Dios, como nuestro refugio y socorro; es que la fe es mucho más, y la ayuda que recibimos de Dios no la recibimos por cumplir la ley sino porque Dios nos ama aunque seamos pecadores, según Jesús nos dice en cantidad de pasajes evangélicos ( parábolas del hijo pródigo, oveja perdida,; cuando habla de que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores, a curar a los enfermos y no a los sanos; cuando perdona al Buen Ladrón, a María Magdalena, a los que le crucifican…). Aquella fe incompleta y equivocada en cierta medida, me sirvió en aquella etapa de mi vida. Yo no supe llegar más lejos. Posiblemente habría podido progresar más en la fe si aquellos curas hubiesen hablado menos del pecado y del infierno y más del amor de Dios hacia el hombre; posiblemente… no lo sé.

Cuando al salir del internado me vi al amparo de mi familia y en mi casa, con mis cosas, Dios me fue menos necesario y mi trato con El perdió intensidad.  Andando el tiempo, mi fe se convirtió en una práctica rutinaria que mantenía por inercia y por la convicción de que Dios existía, castigaba a los malos y premiaba a los buenos. Pero aquella fe, a la que tanto le faltaba, no pudo llenar el gran vacio y la angustia que yo experimenté al pasar unos años. Resultado de aquella situación fue una depresión y una búsqueda obsesiva de una verdad que diera respuesta a mi vacio y soledad, que tanto me angustiaban.

Tras una larga temporada de insomnio, viviendo un sin vivir, que nada valoraba pese a tenerlo todo, tuve la suerte de encontrar algo de paz en una colegio mayor del Opus Dei. Allí reencontré el camino de la fe, lo que hizo nacer en mí la esperanza. Lo primero  que me dijo un cura de allí, fue que a Jesús había que conocerlo a través de su Palabra, principalmente contenida en el Evangelio. También me dijo que la fe era un regalo que había que esperar pacientemente, sin desfallecer; y así empecé a caminar de nuevo de la mano de La Obra. En los dos años que estuve en aquel colegio me enseñaron muchas otras cosas buenas: a buscar a Dios a través del trabajo, a no descuidar las prácticas piadosas ( misa, oración), a vivir en un santo abandono a la voluntad de Dios, a vivir en la presencia de Dios, a cuidar la vista y evitar las situaciones de pecado… En definitiva, me dieron una serie de buenas pautas para vivir en cristiano partiendo de una fe que se daba por supuesto, no se discutía. Así me vi envuelto en una forma de vivir la fe, siguiendo un método construido a base de normas piadosas que hacían sentirme bueno por el mero hecho de seguirlas. En el fondo era un fariseo porque, pese a la mucha misa y oración, en mi corazón no había amor y mi orgullo seguía intacto. En aquella época, hablo de hace más de 35 años, el Opus vivía un ensimismamiento (ojalá hayan cambiado) fruto de considerarse los “puros”. Esto les llevaba a criticar otras posturas y actitudes de otros cristianos con muy poca caridad. El cumplimiento de las normas de piedad era objeto de una contabilidad diaria asentada en la agenda que cada miembro de La Obra llevaba. Son muy elocuentes dos recuerdos que conservo: Uno, que era frecuente oir, referido a los curas que no llevaban sotana, que “iban vestidos de lagarterana”; dos, no podíamos entrar en el comedor con los brazos al aire para no suscitar malos pensamientos en las chicas que nos servían la mesa y, a veces, nos poníamos un jersey aunque fuera finales de Junio y el calor apretara. Al final, lo que aprendí fue a no abandonarme en la práctica de mi poca fe y a vivir un poco más de cara al Señor; pero en el fondo mi fe no había superado esa fe farisea basada en el cumplimiento y no en la conversión del corazón, en la humildad y el amor. Tampoco esta santa institución supo vencer mi necedad; pienso que no toda la culpa fue mía a la vista de lo que observé. Otra pauta,  que recuerdo se nos decía con insistencia, era la de que “había que poner los medios”, es decir, había que esforzarse en conseguir un objetivo. El poso que dejaron en mí todas aquellas máximas fue el que , en todo éxito había una dosis importante de mérito personal, incluso en lo de ganarse el cielo. Pues bien, ni la máxima anterior, ni otras pautas que regían nuestra vida, estaban equivocadas. La doctrina del Opus creo que era totalmente ortodoxa. En lo que creo que fallaban era en el acento que ponían en según qué cosas, en resaltar demasiado las formas, en convertir la vida de fe en una contabilidad sometida, además, a la censura de un tutor,  con el que te veías periódicamente,  y  que, algunas  veces, se  adentraba en tu conciencia dictándote la forma de actuar. Aquello resultaba agobiante para algunos ya que, en el fondo, se rebasaba el sagrado límite de la libertad y dignidad de los hijos de Dios. Las críticas que en ocasiones se planteaban, eran tomadas como actitudes desestabilizadoras que “creaban mal ambiente”. En fín, no lograron imbuirme una fe más profunda construida desde el amor de Dios y hacia Dios; desde la libertad y conciencia personal. Por eso, pese a lo impecable de su doctrina, no me extraña que algunos hayan etiquetado a la Obra de secta. El buen vino puede causar también embriaguez.

Aquella religión, practicada al estilo de los judíos fariseos, me mantuvo en pie durante muchos años en medio de mis luchas y fracasos; fue la base sobre la que fui acumulando experiencias de la intervención de Dios en mi vida, que no es poca cosa. Pero llegó un momento, cuando con 45 años me quedé sin trabajo, que aquello me resultó insuficiente.  Por suerte sabía donde buscar; sabía que había que ahondar en el conocimiento de Jesús, el Dios encarnado para transmitirnos una Verdad para nosotros inconcebible en su plenitud por extraordinaria y maravillosa. En esta situación el Señor  hizo que diera con unas catequesis de las Comunidades Neocatecumenales, los kikos, y así, como sin querer, me hice de un movimiento al que antes había criticado, tachándolo de folklórico, raro y exagerado. He pertenecido a esta institución durante 20 años y a ella debo una gran parte de mi bagaje espiritual, un patrimonio que me ha mantenido a flote durante todos estos años pese a muchas vicisitudes , contratiempos y penalidades.

Lo primero que los Kikos me desmontaron fue el enfoque de mi fe: Dios nos amaba tal como éramos, pecadores, y nuestro esfuerzo no debía estar dirigido tanto a seguir unas pautas piadosas, como a conocer el gran amor que Dios nos tiene a través de un constante escrutinio en grupo de las Escrituras y una reflexión profunda sobre la actuación de Dios en mi vida. Ellos me descubrieron el Antiguo Testamento, la misericordia que Dios tuvo con el pueblo de Israel, pese a sus constantes traiciones y deslealtades, estableciendo un paralelismo con nuestras vidas. Había que hallar a Dios en medio de nuestra historia personal: Todo estaba bien hecho;  “…Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman…” (Rm.  8, 28).

Me enseñaron que Jesús lo que quiere es la conversión del corazón- “un corazón contrito y humillado tú, Señor, no lo desprecias”.-  Para ello había que destruir, primero de todo, al hombre viejo aferrado a unos vicios y enfoques egocéntricos de la fe, había que eliminar unas ataduras y caretas que adoptamos en función del culto que rendimos a unos ídolos acaparadores e insaciables que más que paz nos traen agobios y desasosiego: Riqueza, prestigio, apariencia, afectos , poder, placeres…   En el Opus existe un riesgo: Tratando de santificarnos a través del trabajo, se puede errar el tiro y crear un pseudo ídolo con el trabajo en el momento en que busquemos nuestro propio prestigio. En los kikos el riesgo consiste en que muchos , tratando de despojarse del hombre viejo, van demasiado lejos y terminan renunciando en alguna medida a su condición de hombres, seres libres y con conciencia y responsabilidad personal, podados en su dignidad por una sumisión y obediencia a los catequistas total, si bien ejercida por éstos en forma suave pero contundente; no se te ocurra contestar, opinar  y, mucho menos,  criticar sobre cuestiones opinables,; tendrías dificultades. La autoridad indiscutible del catequista y sus manifestaciones, no se discuten.

En el camino de conversión y nacimiento de un hombre nuevo, me enseñaron que nuestra actitud frente a Dios debe ser esencialmente de alabanza. Para ello hay que vaciarnos de nosotros mismos, reconocer nuestra poquedad, que todo lo que somos y tenemos nos viene de Dios, que vivimos en una precariedad y provisionalidad que Dios maneja en función de conseguir su objetivo último, llevarnos con Él. Una vez que se asume lo anterior con plena convicción, fundada en la propia experiencia personal, no cuesta tanto desprenderse, dar limosna, dar tu tiempo; tampoco es tan difícil aceptar la cruz y las tribulación en la que todos vivimos o viviremos; nadie se escapa.

Para Comunidades es importante el anuncio de la Palabra, por las calles, puerta por puerta, cumpliendo así el mandato evangélico y humanamente lógico: Dar a conocer a la humanidad la inigualable y extraordinaria noticia de que Dios la ama y le tiene preparado un cielo en el que la espera, sin importar los pecados cometidos por ella. Jesús ya pagó por nosotros redimiéndonos de nuestra culpa. A nosotros nos toca adherirnos o no  a Cristo. Es grande el beneficio espiritual que se obtiene cuando se sale a predicar porque antes hay que esforzarse en creérselo uno; esto por un lado, pero además, la experiencia de lo que el Espíritu Santo habla por tu boca es incomparable. Pese a todo, he abandonado a los Kikos, me faltaba libertad y me sobraban contradicciones. De todo ello y de cómo se desarrolló el proceso de mi salida, hablaré en mi próxima entrega, si Dios lo permite. “Porque solo Dios es bueno”, dice la Escritura, de lo que se infiere por analogía que solo Dios es sabio y todos nosotros estamos expuestos al error; también los catequistas. Por eso, la Sagrada Escritura nos dice en muchos pasajes que no debemos juzgar. Yo me he sentido juzgado y condenado por opinar, por intentar ejercer el sagrado deber de ser libre, venciendo la inercia y la comodidad del silencio.