jueves, 24 de octubre de 2013

La luz del mundo (I)


No soy nadie dentro de la Iglesia; tampoco he destacado ni profesional ni socialmente. Soy un hombre del montón que llevo años tratando de ahondar en la fe católica, buscando respuestas a las cuestiones que plantea la vida. No me he hecho mahometano, budista o sintoísta…, porque la Biblia y la Iglesia me han dado las respuestas que busco. Por otro lado, lo que conozco de otras religiones me hace pensar que casi todas coinciden en lo esencial: Que existe el Más Allá, la justicia divina y que el amor y el respeto al prójimo y a la obra de Dios, la naturaleza, son esenciales. Respecto a la libertad y a la condición de la mujer existen discrepancias incluso dentro de los católicos que confunden dignidad y función. No pretendo sentar cátedra porque carezco de autoridad. Pero mis fundamentos son sólidos, la Biblia y mi experiencia dentro de la Iglesia.

Mi búsqueda de Dios comenzó cuando, de joven, al alejarme de la Iglesia, sentí un gran vacío, casi angustioso. Solo me importaba yo mismo: Mi futuro, mi bienestar, mi apariencia, mi prestigio…Los demás me importaban un bledo y solo me interesaban en la medida que me aportaban algo. Cualquier acción generosa estaba viciada de fariseísmo y motivada por el afán de sentirme recto aunque mi corazón estuviese seco. En definitiva yo era el centro de mi existencia, principio y fin de todas las cosas. Esa sola referencia y finalidad pronto se me reveló insuficiente y falsa; me llevó al hastío de mi mismo. Comprendía que la razón de mi existencia no podía estar en acumular dinero, alcanzar prestigio profesional, en darle gusto al cuerpo… Nada de esto me ponía al amparo del desamor, la soledad o la muerte. Me faltaba lo esencial, me faltaba el Amor, me faltaba Dios.

Los escollos para encontrar a Dios, la verdad y la auténtica libertad, comienzan con nuestra propia naturaleza: Como estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, según dice el Génesis, tenemos unas facultades y una libertad que nos inclinan a pensar que somos el centro de nuestras vidas, que todo depende de nosotros en gran medida, y que esta vida no se acaba. Vivimos como si fuésemos inmortales, tratando de cimentar un futuro, que no existe, acumulando dinero, reconocimiento, afecto y seguridad. Y este enfoque es la causa de nuestras frustraciones e infelicidad. Pero lo peor es que, para cambiarlo, se precisa una fe que no estamos dispuestos a buscar. Es difícil superar nuestro egoísmo y nuestro materialismo. A Dios no le vemos y no tenemos ni ganas ni tiempo de buscarlo. Tampoco el ambiente ayuda mucho. Hace años oí decir a un cura que los problemas de fe de muchos jóvenes eran problemas de “bragueta”. Y es que, en la encrucijada Yo-Dios, tendemos al Yo. No queremos doblar esa esquina detrás de la cual está Dios esperándonos; ello supondría un cambio en nuestras vidas que nos cuesta aceptar y elegimos el camino engañoso de una felicidad sin fundamento que no resiste el paro, el cáncer, el desamor ni la muerte.

Ante esta situación, la Palabra de Dios nos dice (Deuteronomio 6,3 ) : “Escucha Israel y pon cuidado en guardar y practicar lo que te hará feliz y te multiplicará… El Señor, nuestro
Dios es el único Señor. Amarás al Señor, tú Dios, con todo tú corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas. Y estos mandamientos que te doy en este día, estarán estampados en tu corazón, los enseñarás a tus hijos y en ellos meditarás sentado en tu casa, andando de viaje, al acostarte y al levantarte, y los has de traer para memoria, ligados en tu mano y pendientes ante tus ojos. Y los escribirás en las jambas y en las puertas de tu casa. ”La cuestión ahora es si creer o no en la Biblia como palabra de Dios, como fuente de la verdad que debe conducir nuestro caminar por esta vida. Si Dios quiere, abordaré este tema en la siguiente ocasión.